V de Villabón

A veces, hecho de nada,

sube un efluvio del suelo.

 De repente, a la callada,

suspira de aroma el cedro.

 Como somos la delgada

disolución de un secreto,

 a poco que cede el alma

desborda la fuente de un sueño.

¡Mísera cosa la vaga

razón cuando, en el silencio,

 una como resolana

me baja, de tu recuerdo!

“Apenas”

ALFONSO REYES

 

Como una experiencia onírica puede resumirse el encuentro con la literatura emanada de Daniel Andrés Villabón Borja (Ibagué, Tolima, 1986). Desde el mismo autor del cual no es una locura preguntarse si, en realidad (pero qué es la realidad), existe o si aquellas escuetas y muy bien racionadas entrevistas y apariciones “en sociedad” no hacen parte de la construcción de un personaje de ficción o de un ser mitológico, la experiencia de leer lo que emite su talento creador se convierte en la ratificación de que todo escritor, todo pintor, bien puede considerarse como una anomalía para la condescendiente y prescrita sociedad.

Tengo una experiencia particular derivada de mi exposición al Villabón escritor: después de cualquier tipo de coincidencia en el plano de la experiencia lectora no puedo evitar que su figura o sus figuras aparezcan en mis sueños inmediatos. Si bien no recuerdo de qué tratan sus apariciones en la narrativa de mis estados inconscientes e involuntarios, o no quiero mencionarlo, sí tengo la certeza de que esas figuras se prolongan en mis construcciones ficcionales en un intento de calco de su arquitectura estética y literaria.

Siempre he dicho que la literatura que me seduce es un más allá que es lúcidamente imposible de asir con la razón y con la explicación lógica. Tal vez es una pinta de inconsciencia y de pulsión animal. Y este es el caso de los dos libros de Villabón. El primero de ellos, una novela corta, La soledad del dromedario, ganadora del Concurso Nacional de Novela Corta 2010 del Taller de Escritores Universidad Central (TEUC) publicada en el 2011 y, siete años después, una colección de diez relatos acuñados bajo el título de Nuestra criatura, y que significa la incrustación del novel escritor en un sello editorial objeto de deseo de muchos pretendientes del delirium tremens del escritor novel: el Seix Barral de Editorial Planeta Colombia.

*

Veo su foto en la solapa de esta, su segunda creatura, y no puedo desligarme del recordatorio que Hans Silva recibiera de su cabalgata por las instalaciones de Proequin. Una muy estudiada pose de tres cuartos con mirada al infinito que es, de seguro, “una hermosa fotografía” como la resume el protagonista tras describirla para los ojos atentos del lector. Esta es, sin duda, la prueba física de su existencia, de que todo lo escrito hasta este momento hace parte del delirio de mi fatuidad.

*

Pero dejemos de lado tanta vanidad y pasemos a la nuez del asunto: los ju(e)gos que emiten los cuerpos vivos. Proclives a ser exprimidos, los personajes de las historias son toronjas jugosas que vierten sus líquidos vitales: semen, sudor, secreciones vaginales, lágrimas, babas, escupitajos, sangre y cualquier humor netamente humano sobre las prendas, sobre los cauchos de los preservativos, sobre el pavimento, sobre el césped; en fin, sobre cualquier superficie diferente a la piel humana. Este órgano, extendido por lo largo y lo ancho de los cuerpos de sus personajes, se reserva en la narrativa de Villabón al territorio de lo observable pero nunca palpable. Es la exacerbación del voyerismo, es el objeto del deseo en pleno, una piel que nunca será alcanzable por los jugos de la raza humana, sino es solo por la mirada que llega a la carne después de unos artilugios que remiten a la física empleada en el juego del billar para conseguir un golpe con efecto; esta vez, con los espejos:

Me disponía a ir a la cocina para prepararme algo de comer cuando caí en cuenta de que me había saltado un paso del procedimiento; no había efectuado el ejercicio de los espejos. Sin tardanza saqué un espejo mediano de un cajón en mi mesa de noche, me paré de espalda ante el enorme espejo oval y con el otro espejito sostenido a la altura de mi cabeza apuntando en dirección a su análogo; vi que mi bulto, mi protuberancia, mi giba, mi elemento extra se hallaba en perfecto estado, poseía una coloración lozana y su contextura parecía no haberse deteriorado después de estar montando un jinete profesional en ella. (2010: 129)

Lo desconcertante del asunto se amplifica ante la distracción de la “animalidad” de un personaje/protagonista forzado a ser un cuadrúpedo a razón de su giba (en La soledad del dromedario). El lector se distrae con este humano devenido animal a razón de una mimada acumulación de carne, piel y tejido graso que contempla y refriega contra las paredes a cuenta de una acción onanista que produce los únicos mapas que dan fe de su geografía y de la única huella de su existencia, así como de la posibilidad de fecundación que, valga decirlo, él mismo se encarga juiciosamente de “borrar” (limpiar). La cuestión no es que nos hayamos convertido en animales o en que, cada día, humanicemos más a los animales; la cuestión es mucho más profunda y menos un titular de actualidad; la cuestión está anclada en el primer sustantivo del título y, lo más intrincado, en su especificidad como género femenino: “la soledad”. Entre las líneas trazadas por la escritura de la novela, este sentimiento avanza como las aguas del mar sobre la arena: de forma intermitente, constante e impajaritable. El Hans que me remite al personaje de “Hans, el erizo” (probable una zafada vinculación inter/intratextual de mi parte), y el Silva, al poeta de mitología afectada y trágica, es un ser inmensamente solitario (como inmenso es el mar) y no es posible, bajo ninguna circunstancia o estrategia, desvincularse de dicha condición; hasta se podría decir que el lector se presenta como un convidado de piedra de esa “soledad acompañada” y, en su compañía involuntaria, se transforma en un multiplicador de la desolación. Casi desde el comienzo, en la imagen de ese paracaídas que subvierte (¿o no?) su función de objeto salvador de vidas humanas se anuncia el final, es la víbora que se muerde su cola aún a sabiendas del dolor que ello provoque; tal vez, sea esto lo mejor, antes de que un otro se adelante y destroce lo más preciado… Pero también queda instaurada la duda sobre el final trágico ante lo cómico e hilarante de la puesta en escena del desenlace; quién lo sabe, son las oportunidades que brinda el autor para que el lector, en la medida de sus posibilidades y de sus oscuridades, interactúe con la acción y se convierta en creador, también, de la creación:

Me trepo en la silla y saco medio cuerpo para reparar qué distancia me separa del adoquinado; no es la adecuada. Rápidamente (¡yo no hay tiempo!) brinco al suelo y agarro cuatro libros de distintas literaturas –pero idénticos en su grosor– de mi mesita de noche, ubico uno bajo cada pata de la silla y ésta (sic) gana más altura; vuelvo a treparme en ella y miro a la calle, distancia deseada. (2010: 137)

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Una frase (especie de mensaje subliminal o de enseñanza, no me importa el enfoque) que causó gran impresión en mí fue la de que la mansedumbre del animal se convierte en comportamiento violento ante el objeto inanimado; esta replicación infinita (otra vez el juego de los espejos) del sometimiento en el sometido es una bella concreción de la cadena alimenticia de la actualidad: la ley del más fuerte aplicada al más débil. No hay escapatoria. La cabeza del más deleznable se convierte en un balón de hule, ajado y maltrecho, que grita a los cuatro vientos un impacto por parte de un sujeto más relevante que él según una lógica previamente configurada de poderes. Ante el objeto inanimado o insignificante cualquiera es tan valiente de levantar su mano o su pie. No hay distingo. Ante el objeto que se cataloga como en una condición diferente a la propia no hay reparo a la hora de la agresión; al fin y al cabo, será una víctima silenciosa y pasará a ser parte de la montaña de desperdicios no cuantificables, porque nadie ni nada la descontará de ninguna lista de inventario. Eso es lo que sucede con la valentía de Hans Silva ante la creación de su propio homúnculo en versión femenina en medio de un paisaje sonoro y olfativo plagado de desperdicios de toda índole y pedigrí, y en cuya acción parece grabarse sobre la piedra atemporal del demiurgo la siguiente leyenda: “Yo la cree, yo la destruiré”.

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Engendrar a un nuevo ser es la línea recta que se extiende entre dos estrellas distantes: el deseo, inherente o no, de cumplir con la tarea de procrear y, por ende, de mantener viva la especie en el planeta, y el rechazo tajante y vigoroso de dicho deseo. Exaltación o extirpación. Aunque no cantemos victoria todavía: la cuestión es más compleja que el único matiz que proviene de un óvulo fecundado por espermatozoide alguno. El procrear se extiende e invade diferentes planos y aspectos de la naturaleza. Para el caso que nos concierne en este punto, Nuestra criatura es un libro de relatos que explora los abismos del parturiento escritor a partir de la tematización de la vida marital, la concepción, la gestación, la paternidad (y maternidad, haciendo caso del lenguaje incluyente) y la crianza del infante (bien sean fallidos o no). Cada uno de los relatos es la recopilación profunda y minuciosa de un estudiado diario de campo en el cual la observación y catalogación de la especie se ha llevado a cabo de manera ordenada y objetiva. Y, de nuevo, en Nuestra criatura vuelve a aparecer el buqué característico que ya Villabón nos había dejado olfatear en su novela corta La soledad del dromedario: la fuerza de las palabras y de sus denominaciones para activar los sentidos y la memoria, y la capacidad del ojo del escritor para abrir el ojo adormecido del lector a partir de sus efluvios y secreciones.

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Hay algo que me encanta de los libros de relatos o de cuentos y que, creo, los editores y las editoriales han empezado a entender para beneficio de autores como Daniel Villabón: la animosidad y protagonismo que le dan al asunto del azar en la posibilidad de que sea el lector quien decida por dónde comenzar la lectura. Esa fractura de la linealidad acartonada y estoica de la novela (a excepción de algunas, claro está) que provocan las antologías o los libros de cuentos / relatos / crónicas / poemas, me hace confesar que muchas veces y como parte de mi propio ejercicio del cuidado de textos me encanta brincar por las páginas y vagabundear de abajo a arriba y de abajo a arriba escudada con el pretexto de rastrear desajustes que se esparcen por los manuscritos bajo la figura de repeticiones y de muletillas, y hacer otra clase de maromas que no recuerdo, o  no quiero mencionar. Uno de los criterios para seguir los accidentes del azar es el interés que despiertan los títulos. De la misma manera en que los personajes de sus historias recorren la piel de otro, así el ojo del lector recorre los títulos incluidos en el índice hasta topar con uno de su interés particular. Es parecido a recorrer con la mirada la vitrina de alguna tienda de variedades. Creo que, en mi caso, inicié por “Una cuestión personal” aunque ya había leído “Ecografía” en un apartado de la revista Arcadia con motivo del lanzamiento del libro hace un par de años (dentro de poco, es probable, vendrá el tercer título de su autoría bajo el mismo sello que lo fichó). Y entonces fue creciendo en mí una sensación que, a medida que avanzaba en la lectura, se hacía más clara y descarnada: era una especie de lo que he denominado como «escriturofagia»; una necesidad desmedida e irracional de engullirme lo que escribe Daniel Villabón. Este es un sentimiento extraño aupado por relatos como “La primera noche” o “Madrugada” o “La niña” (que fue incluido en una antología de cuento titulado Puñalada trapera de Rey Naranjo Editores) pero tal vez no tan extraño como la capacidad de Villabón para narrar todo desde una neutralidad omnisciente (aun cuando los relatos estén narrados en una insinuante primera persona del singular), como una especie de cámara de seguridad que registra todo de manera fiel a la realidad para que luego sea el espectador de las escenas quien invente las historias y busque a los culpables de los hechos. Tal vez, sea por esto, que después de todo queda un silencio complaciente y estimulante que no refuta pero que tampoco afirma, y que deja que sea quien está al otro lado quien se dedique a una diatriba de cháchara desbocada, haciéndolo dudar de su propia cordura y de su propia capacidad de mesura:

Antes de entrar, le dice desesperado que la niña apareció de la nada, que no sabe quiénes son sus padres, que fue un accidente. Elsa no dice nada, no sabe de qué demonios le habla su marido. Entran. Balbastro vuelve a quedar paralizado cuando ve que el cuerpo ya no está, ha desaparecido. (2018: 84)

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Ya para cerrar este texto, no entiendo muy bien por qué se empeñan en catalogar la literatura villabonesca como algo monstruoso y me gustaría saber cómo se siente él ante este rótulo que se ha convertido en una especie de slogan para la venta de sus libros. Tal vez, podría ser, más bien, que nos asusta la iluminación, de manera descarnada y bajo un juego de espejos, de nuestras propias gibas e imperfecciones en medio de este mundo cada vez más maquillado y producido.

¿Villabón, estás ahí? Necesito invocarlo para obtener una respuesta… o, cuando menos, a Balbastro.

 

Andrea Vergara G.

Nueve Editores

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