La falacia de lo cotidiano

Una de las mayores seguridades la da aquello que nos es familiar. Un olor, un sonido, la textura de una tela, las calles de una ciudad, la comida típica y el equilibrio programático de palabras como “madre”, “padre”, “hogar”. Estos elementos se convierten en un ancla y en un polo a tierra para aquel que vive en lugares lejanos tanto o más apartados del terruño que lo vio nacer. Hay que ver cuántos se halan cabelleras y vestiduras por un dulce o por un sabor o ingrediente al cual ya no tienen acceso. Es como una especie de mohín y de gesto que alimenta al animal insatisfecho e infinitamente hambriento que nos habita. Basta estar de nuevo entre los nuestros para que ese objeto del deseo se convierta en sinónimo de indigestión y de triglicéridos elevados y acabe en el rincón del olvido o de lo prohibido por orden médica. Este tire a afloje que propiciamos los seres humanos gracias a la vitalidad insuflada por la insatisfacción provoca que no haya nada más baladí e innecesario que lo cotidiano aunque el mindfulness y toda la nueva tendencia del aquí y el ahora parece haber acomodado a troncas y a mochas al sujeto en su presente y lo ha puesto a contemplarlo como si fuese tratamiento de La naranja mecánica.

Pero con lo que no contamos es que con la distancia que da el tiempo, todo la anatomía lúbrica y seductora del momento se achata y se reduce a la remembranza de tiempos pasados en los cuales valores, conceptos y momentos especiales pasan a ser contemplados como bichos disecados y atravesados por un alfiler sobre el icopor de un insectario (un poco con asco y otro poco con morbo). Eso es lo que pasa desde los comienzos de Un mundo feliz de Aldoux Huxley. Es curioso, en estos tiempos actuales, sentarse a leer esta novela publicada en 1932 y sentirse todo el tiempo en una especie de columpio que lo traslada del pasado al presente y al futuro tanto cercanos como lejanos en una danza en la que lo poco que nos queda es algo de mareo y mucho de desazón no sabemos si por habernos bajado a tiempo o por continuar meciéndonos sin voluntad propia.

Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores. (…) Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos…), se preocupaba por ellos como una gata por sus pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: «Nene mío, nene mío una y otra vez. Nene mío, y, ¡oh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme…»

“El hogar dulce hogar” de la mitología familiar y del recetario de las buenas costumbres se convierte en conejera atestada de seres peludos y olorosos que se mueven y copulan y se multiplican entre vegetales podridos y vegetales convertidos en excrementos. Luego vendrá el encargado y retirará, de acuerdo al nivel de su compasión y de humanidad, los desechos antes de arrojar más ramas y hojas a esos incisivos con patas y orejas largas. Esta sinfonía cotidiana será explorada y metaforizada en la novela por medio de diálogos y escenas que poco a poco se van apoderando de la estructura narrativa. Y su sonido se amplificará hasta convertirse en contrapunteo delirante y fiel reproducción de las conversaciones ciegas y sordas de sus personajes (cualquier parecido con la realidad actual es simple coincidencia).

El retorno a la vida primigenia, enmarcada en una práctica que va de la mano con la naturaleza agreste y con las culturas aborígenes, con sus olores, sus colores, sus sonidos y sus costumbres, será algo si bien extraño y repulsivo, por ello mismo atrayente. El parir, el amamantar, el ser gregario y las pulsiones esenciales serán extirpadas por una noción de productividad y de repetición en masa ordenada por aquellos que manejan los hilos de los títeres a semejanza elaborados. Todo esto sucede porque aquello que se consideraba tan predecible y normal, con el paso de los años y de aquello que el hombre se ha empecinado a llamar con la boca llena de orgullo como “progreso”, no es otra cosa que la comprobación de que no hay nada más susceptible de caducar a velocidades inimaginables que la normalidad y la garantía de seguridad con la que se vende a sí misma la noción de lo cotidiano. Si no que nos lo revelen Aldous Huxley a través de Un mundo feliz o la realidad en la cual nos encontramos hoy inmersos.

Andrea Vergara G.

Nueve Editores

1 comentario en «La falacia de lo cotidiano»

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