A propósito de un amor, Philip Roth

¿Cuál es la promesa de la literatura? ¿Leemos para evadirnos de nosotros mismos o para anclarnos aún más en nuestras profundidades? Se abre un libro tal y como se abren las emociones del amor, hay una pulsión, y las páginas se suceden por el roce de las yemas de los dedos en el papel, por el roce de la nariz en el filo de los aromas, por el roce de la mirada sobre aquellas cicatrices infligidas a la pulcritud de la superficie por el autor y, luego, por una máquina. Las letras se reproducen, vierten el sentido con el que un autor las colma desde la pantalla de su computadora, desde una libreta, desde una máquina de escribir, desde el inciso de un lienzo en su mente. Y luego llega, por supuesto, un lector, otro ser entrometido, con una curiosidad hirviente, monotemática, enfermiza y escudriñadora. Se para al frente de la vitrina aunque sus ínfulas le alcanzan para convencerse de que está al otro lado, de que él (y solo él o ella, para ser incluyentes, o como se diga) ha sido la inspiración del relato, que tal o cual personaje ha salido de sus rasgos, de sus deseos más íntimos, que todo, absolutamente todo, gira a su alrededor. Eso es lo que quiero sentir que soy cuando soy lectora de los libros de Philip Roth. No solo quiero ser su lectora. Quisiera ser musa e inspiración, interlocutora y agente literaria, consultora y censuradora, editora (el culmen del encuentro erótico entre el autor y su texto convertido en libro).

Llega a mí un libro suyo, de él, El pecho (vaya título, ahora, en las circunstancias). Una novela corta publicada un año antes de yo haber nacido, pero a la que le hicieron falta un poco menos de los años que detento para pasar al castellano, y no quiero decir cuántos más para que yo la leyera. Lo que no se lee no existe. El pecho ya existe para mí después de más años que mi propia existencia.

La novela es una confesión de las contaminaciones, del trasegar por una tradición y un canon (de lo que es, lo que no es y lo que debería ser). Lo que se considera la esencia humana (más afincada en la apariencia y en lo visible que en lo intangible) se convierte en un asunto de lucidez o de locura. Un estado, una transformación que no es posible comprobar por quien la experimenta debe ser erosionada desde el principio racional de conservar, ante todo, los cabales. La locura, condición estigmatizada, muchas veces usada en desmedro del otro (un inofensivo “estás loca”), se convierte en esta novela en el salvavidas del profesor Kepesh. A toda costa, y como ironía de lo políticamente correcto, él se impone la tarea de comprobar su absoluto estado de locura ante una situación que es tan improbable como comprobable a través de los sentidos y de las pulsiones: se transformación en un seno de más de setenta kilogramos.

Desde que dicho evento pasa a ser catalogado como un hecho y, si es posible decirlo, como una realidad (aunque nunca comprobable por el paciente), las percepciones que se insinúan a través de la descripción de los eventos mencionados por el propio protagonista y narrador se reconfiguran desde las propias experiencias y vivencias de quien lee. Lentamente quien lee trata de acomodarse ahora a esa nueva fisionomía, empieza a ubicar el pezón, a preguntarse por el modo en que escucha o habla aquella nueva corporeidad. No se entiende muy bien el cómo ni el qué ni el por qué. Solo se conocen unos indicios, el comienzo de todo. Luego ya viene la exposición y la experiencia de la carne, y las asociaciones a otras creaciones de la literatura universal (Gógol, Kafka, Swift). Poco a poco aquel pezón y masa conformada por piel, músculo y grasa niega su composición evocando a compañeros de academia (es un renombrado profesor de literatura en una renombrada universidad norteamericana), a las mujeres con las cuales ha compartido alguna de sus aristas como hombre, a su padre y madre, a sus amigos y a todas aquellas características que definen al ser humano como racional y diferente de toda otra vida en el planeta.

Al final, al mejor modo de no dar gusto al gusto particular de quien lee, El pecho cerrará (o abrirá) la lectura con un poema de Rilke (otro de los universos por los que navega el autor aunque sea de la mano de su protagonista) y se retornará, una vez más, a la primera página del libro .

 

Andrea Vergara G.

Nueve Editores

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